«La nota
dominante en aquella vasta sala, de paredes pintadas de rojo obscuro, con
guirnaldas azules y rosas, era de una verdadera y gran tristeza. Esto no era
proyección de su mente. Él había entrado allí con indiferencia real, y su
estado de ánimo no solo no se había impuesto al espectáculo, sino que era hijo
de él. La tétrica actitud de quien sabe va a tomar un remedio que no es tal,
sino descanso transitorio lo llenaba todo. Los hombres, el público, estaban más
tristes que las mujeres, las cuales incluso bromeaban, mordían manzanas o
fumaban cigarrillos, sin pensar en absoluto en su completa carencia de
vestidos. Los hombres estaban tensos y muy pálidos, acaso tanto como él mismo.
Se sintió tentado de arrodillarse y rezar, al comprender qué infinita labor
benéfica realizaban aquellas mujeres, al ofrecerse de ese modo, por un dinero
que siempre era poco, a la voracidad reseca de aquellos hombres, algunos de los
cuales buscaban placer, otros calor sentimental, o compañía, o contacto simple
con aquellos seres blandos y blancos, distintos a ellos, rugosos y endurecidos
por todos los trabajos que, hechos sin placer ni vocación, eran a la postre tan
prostitución como la de las hembras del lupanar.»
Juan Eduardo Cirlot, Nebiros
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