Siempre la
claridad viene del cielo;
es un don: no se
halla entre las cosas
sino muy por
encima, y las ocupa
haciendo de ello
vida y labor propias.
Así amanece el
día; así la noche
cierra el gran
aposento de sus sombras.
Y esto es un don.
¿Quién hace menos creados
cada vez a los
seres? ¿Qué alta bóveda
los contiene en
su amor? ¡Si ya nos llega
y es pronto aún,
ya llega a la redonda
a la manera de
los vuelos tuyos
y se cierne, y se
aleja y, aún remota,
nada hay tan
claro como sus impulsos!
Oh, claridad sedienta
de una forma,
de una materia
para deslumbrarla
quemándose a sí
misma al cumplir su obra.
Como yo, como
todo lo que espera.
Si tú la luz te
la has llevado toda,
¿cómo voy a
esperar nada del alba?
Y, sin embargo
—esto es un don—, mi boca
espera, y mi alma
espera, y tú me esperas,
ebria
persecución, claridad sola
mortal como el
abrazo de las hoces,
pero abrazo hasta
el fin que nunca afloja.
Claudio Rodríguez, Don de la
ebriedad
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