El cuerpo maniatado, los ojos vendados, de pie en una esquina. La obligación del silencio. El otro cuerpo se acerca hasta quedar a pocos centímetros de distancia. Primero solo olfatea y recorre con mirada hambrienta la anatomía sumisa. Luego habla, conversando con un mercader imaginario, con un antiguo tratante de cuerpos esclavos. Le comenta la calidad del producto. Toca la mercancía, la manosea con brusquedad, repasa la dentadura, aparta la ropa y le muestra al comprador inexistente la ausencia de marcas o cicatrices. Le azota las nalgas, separa sus piernas, la mano percibe humedades. Sigue hablando del cuerpo a la venta con ese nadie que es él mismo, mientras desde la oscura inmovilidad ella goza percibiendo todos los matices del deseo.
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