«Lugares tan banales como
la prefectura de policía o el ministerio de Trabajo son ahora los templos
délficos donde se decide nuestro destino. Porteros, valets, empleadas viejas
con permanente y mitones, son los pequeños dioses a los que estamos
irremediablemente sometidos. Dioses funcionarios y falaces, nos traspapelan
para siempre un documento y con él nuestra fortuna o nos cierran el acceso a
una oficina que era la única en la cual podíamos redimirnos de alguna falta.
Los designios de estos diosecillos burocráticos son tan impenetrables como los
de los dioses antiguos y como estos distribuyen la dicha y el dolor sin
apelación. La empleada de correos que se niega a entregarme una carta
certificada porque el remitente ortografió mal una letra de mi apellido es tan terrible
como Minerva desarmando a un soldado troyano para dejarlo indefenso en manos de
uno griego. Muertos los viejos dioses por la razón, renacieron multiplicados en
las divinidades mezquinas de las oficinas públicas. En sus ventanillas
enrejadas están como en altares de pacotilla, esperando que les rindamos
adoración.»
Julio Ramón Ribeyro, Prosas apátridas
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