Pequeña burguesía con ínfulas. Educación católica y el qué dirán como santo y seña. La estricta dieta del prejuicio. Cuando pasea, Verónica Villahermosa se cree epicentro. Convencida de que el resto de mujeres la envidian, atiende incómoda la mirada de los hombres, que siempre lee lasciva pero también, en un arrebato de seductora culpabilidad, excitante. No olvida observar su propio reflejo en los escaparates y cualquier superficie que la espeje. El pelo, la caída del fular, la exacta simetría del escote, la adecuada doblez de la solapa, la ubicación precisa del abalorio de un collar. Gusta de reseguir sus curvas con las manos en una nerviosa caricia. Sentada, advierte la irrefrenable necesidad de comprobar el alcance del suéter, la disposición correcta de las medias y el borde de la falda. En la intimidad del vestidor las caricias nerviosas mutan en lentos recorridos mientras se desnuda ante el espejo. A menudo, recostada en la chaise-longue, sus ojos se cierran lentamente, con la misma parsimonia que sus dedos se deslizan hacia las humedades más íntimas. Una vez el ritmo de los dedos se acomoda a su deseo, no puede evitar ensoñarse. Imagina a todos los hombres que la escrutan mientras pasea. Se acercan y elogian con palabras elegantes su hermosura, mientras la exploran con manos ávidas y burdas, descomponen su vestuario, la obligan a arrodillarse y a aceptar resignada sus procaces ofrendas. Después de estallar se imagina abandonada en la acera, a la vista de los escandalizados transeúntes, mancillada, semidesnuda. Luego la confesión semanal, el baño sanador de redención, la arrodillada penitencia, presta a pasear de nuevo entre miradas.
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