«En el principio fueron los olores. Yo tenía ocho años y
desde el suburbio bonaerense donde vivíamos, mi abuela me llevaba de visita a
casa de unos amigos.
Primero, un tren local, luego un tranvía y por fin, desde el
centro de la ciudad, el subterráneo, que los porteños llamaban 'subte' casi
como si le tuvieran miedo a la palabra completa y quisieran neutralizarla con
un corte desacralizador.
Hoy sé que el trayecto en 'subte' no duraba más de veinte
minutos, pero entonces lo vivía como un interminable viaje en el que todo era
maravilloso desde el instante de bajar las escaleras y entrar en la penumbra de
la estación, oler ese olor que solo tienen los metros y que es diferente en
cada uno de ellos.
Mi abuela me llevaba de la mano (su traje negro, su sombrero
de paja con un velo que le cubría la cara, su invariable ternura), y había esos
minutos en el andén en que yo veía la hondura del túnel perdiéndose en la nada,
las luces rojas y verdes.»
Julio Cortázar, Bajo nivel
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