Cuánto cadáver de domingo en los cafés. La tarde es una pesada manta entre neones y camareros. Deambulo por las calles, incapaz de sosiego, hipersensible. El mundo es un cilicio que penetra en cada poro, en cada terminal nerviosa. Dolor. Me siento como en la zona de tránsito de un aeropuerto. En un no lugar. La luz mortecina del quiosco de prensa, los soportales húmedos, las persianas metálicas cegando paredes. Una farola intermitente enrojecida de insomnio me mira de soslayo y sigo persiguiendo mi propio hedor. Lo intento, pero el cuchillo en mi bolsillo sigue pidiendo sangre y soy incapaz de contrariarlo.
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